«Hay lugares donde se ve el horizonte, lo que hay, lo que somos»,
afirma Pierre Bergounioux. La Corrèze, en el Lemosín, donde su alma
«fue arrojada para empezar», es para él ese lugar. El autor de estas
páginas se enfrenta a su primer paisaje, ese origen ―privilegio
y a la vez sortilegio― del que brota su sugestiva obra,
vertebrada por la contradicción de crecer en una sociedad agrícola,
que, al tiempo que entra en el presente, se muere. Del intento
imposible de saldar las deudas con la infancia, de devolver a los
muertos su relato, surge este texto crucial. Y como Bergounioux dice
de los libros que han conformado su propia mirada, también este es uno
de aquellos que «afecta en mayor o menor grado a lo que pensamos y,
por lo tanto, a lo que somos. Cambia, en cierta medida, el mundo que
consiste, en parte, en la idea que tenemos de él, ya lo adorne y
agrande, ya consuma su ruina. Pero ese desastre, esa perdición, si los
superamos, pueden ser provechosos, convertirse en riqueza y alegría».